Huecos en el muro

En 1968 Leopoldo de Luis obtuvo el Premio Ausiàs March de poesía del Ayuntamiento de Gandía. En unos versos escribió: «De aquí no se va nadie: ni los muertos se van: son plomo oscuro y cal bajo la tierra y una invisible herida, un invisible hueco que dejan en el muro». Leopoldo de Luis pensaba en la Guerra Civil al escribir estos versos, pero podrían hablar de cualquier guerra. Bajo la tierra quedan los cuerpos y en la memoria permanece el dolor y la ausencia. Nadie se va: ni los muertos ni el dolor de quienes los añoran.

En Llévate mi dolor, la periodista rusa Katerina Gordéyeva reunió las voces de los refugiados que escaparon de Ucrania: testimonios sin épica ni adornos de personas que dejaron sus casas, sus trabajos, su país y… sus huecos en el muro. Voces anónimas que narran lo cotidiano del desastre y necesitan contarlo para que alguien se lleve su dolor. Irina es una de ellas: «Las lágrimas de todas las madres son igualmente saladas. Las nuestras y las de ellas. Y nadie ha parido para entregar a su criatura al matadero». Impotencia y sufrimiento compartido.

Un dolor sin fronteras que se repite en Palestina, en Sudán, en Myanmar… Paisajes distintos y los mismos escombros. Las guerras siguen vivas, aunque decirlo sea un oxímoron, porque la guerra y la vida se niegan mutuamente. «La guerra siempre tiene hambre», dice Kostia en uno de los testimonios del libro de Gordéyeva. Se alimenta del odio y del miedo.

Pero la guerra no solo se libra en campos de batalla ni en ciudades arrasadas, también se lucha con las palabras. Theodor Kallifatides decía algo que todos sabemos: «una palabra puede hacer más daño que el cuchillo más filoso». Las palabras construyen bandos, crean odios y enemigos. En cada frase lanzada en las redes o en los titulares hay siempre una elección: comprender o condenar.

Se olvida que el primer deber del lenguaje es entender. Intentar comprender situaciones complejas no equivale a justificarlas, es negarse a reducirlas a consignas. Pero en nuestros tiempos las palabras se convierten en política, en eslóganes que no intentan describir el mundo, sino suplantarlo. De ahí que muchos pretendan dictarnos qué palabras deben usarse y cuáles deben ser evitadas.

A los pocos días de ser elegido papa, León XIV habló sobre la guerra y las palabras: «La paz comienza por cada uno de nosotros, por el modo en que miramos a los demás, escuchamos a los demás, hablamos de los demás […] Decir ‘no a la guerra’ no basta. Hay que decir también no a la guerra de las palabras». Mientras unos se enfrentan con armas, otros lo hacen con adjetivos, usando el lenguaje para dividir, para herir, para ganar terreno; el idioma deja de ser puente y se transforma en trinchera. «Cuando las palabras se vuelven armas, la realidad se vuelve indecible».

En tiempos de guerra todo habla: los misiles y los drones cuentan historias y los cadáveres argumentan desde el silencio. Incluso cuando los cañones callan, las palabras siguen disparando y por eso es necesario rechazar el paradigma bélico también en el lenguaje. No para endulzar la realidad, sino para impedir que el odio se apropie de ella.

Llévate mi dolor es un libro áspero, difícil de interiorizar, porque la guerra no es como la cuentan los historiadores, es como la viven quienes la sufren y lloran. Cascotes, cadáveres, suciedad y frío en los sótanos oscuros: el desamparo de las víctimas que han perdido su lugar en el mundo. Gordéyeva habla de una mujer llamada Olga que huye de su ciudad con su madre enferma y un canario enjaulado. Cruzan la frontera tras días de viaje. Al llegar, el pájaro muere. Ella no llora. Solo dice: «Por fin se quedó quieto».

A veces, la guerra termina así, en el silencio de un pájaro muerto. Pero ese silencio habla. Recuerda que nadie se va del todo. Que las guerras no acaban cuando cesan los disparos, siguen ahí, bajo la tierra y en las palabras. Invisibles heridas en el muro: grietas que nadie ve, pero todos sienten.

Gandia, 27 de octubre de 2025.

Este artículo se publico el 28 de octubre de 2025 en la edición de La Safor del diario Levante-EMV. Fotografía: Ruinas de Mariúpol en abril de 2022.

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